domingo, 27 de marzo de 2011

1932-2011 La muerte de un ícono del cine Elizabeth Taylor: Eterna e inmóvil

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domingo 27 de marzo de 2011



¿Se puede vivir la vida dentro y fuera de la pantalla con el mismo nivel de intensidad? Es la gran cruz del estrellato y la recién fallecida Elizabeth Taylor fue incapaz de llevarla hasta el final. Pero hizo lo que pudo.

Christian Ramírez





Observando los ríos de tinta que han corrido en los últimos días a propósito de Elizabeth Taylor es claro que los medios -y por extensión muchos lectores- están lamentando algo más que la desaparición de la actriz de los "ojos violeta". Pero, ¿qué es? La muerte de un mito. Nostalgia por el viejo Hollywood. La idea de un rostro más grande que la vida misma. La desaparición de una artista fundamental...

A todas luces, parece que no hubiera una sola respuesta. Cada vez que fallece una leyenda del cine la mecánica tiende a ser un poco la misma: con gran rapidez se vienen el obituario, el repaso de su legado, las enumeración de sus películas esenciales y los emocionantes testimonios de rigor; pero lo de Taylor fue distinto a los adioses de Cary Grant, James Stewart, Audrey Hepburn, Katharine Hepburn, Marlon Brando o Paul Newman, rostros tanto o más influyentes que el suyo en estos inicios del nuevo siglo.

Lo de la actriz no fue sólo una despedida emocionada, sino casi una operación comando: Taylor se tomó por asalto las páginas de espectáculos, como si de golpe hubiéramos regresado a principios de los 60, en los años en que su magnífica estampa imperaba sobre las Bardot, Loren o Lollobrigida, antes que ella misma se eclipsara de puro distante e inalcanzable. ¿Qué nos dio por homenajearla de golpe, cuando casi nos habíamos puesto de acuerdo para olvidarla? Hasta hace mes y medio, cuando fueron reveladas fotos de su deteriorado estado de salud, los recuerdos más inmediatos de la actriz eran su ausencia en el funeral de Michael Jackson, una breve aparición teatral y los rumores sobre un noveno matrimonio en 2007, y su condena a la guerra de Irak; de ahí hay que remontarse a mediados de los 90 con su olvidable aparición como la suegra de Pedro en la espantosa "Los Picapiedras".

La memoria pública de la actriz se había desvanecido a tal extremo que el obituario publicado el miércoles por The New York Times había sido escrito hace años por Mel Gussow, quien falleció en 2005. ¿Acaso no quedaba nada por decir respecto de ella?



Al revés que otros vitales veteranos de la comunidad fílmica como Kirk Douglas, Eli Wallach y Betty White, hacía tiempo que Liz había dejado de estar al centro de la cultura fílmica, y su repentino regreso a un medio hoy dominado por las franquicias en vez de las estrellas, por la imagen corporativa en vez de las miradas y los rostros, tiene visos de un enfermizo ataque de nostalgia, algo que a la vibrante Taylor de sus años peak le habría sorprendido y tal vez choqueado. Eso, porque después de una década atrapada en melosos y sufridos papeles juveniles -desde "National velvet" a "Mujercitas", pasando por la obligatoria aparición junto a Lassie- y otros tantos años malgastados encarnando bizarras versiones de la dueña de casa ideal ("El padre de la novia" y "El padre es abuelo" son los ejemplos perfectos), Taylor emergió a fines de los 50 como un volcán, sin apelar a falsos romanticismos ni malgastar un segundo comparándose a las divas del Hollywood clásico.
El antónimo perfecto de Marilyn: alguien que podías presentar con tranquilidad a tus padres, pero que a la hora de la convivencia podía operar con un grado de autonomía que al americano medio, prefeminismo, podía no gustarle nada. Algo de esa fantasía fue verificándose en la vida real, aunque esta se haría cada vez más sabrosa en términos de farándula (Taylor ya iba en su cuarto matrimonio en 1960, cuando conoció a Richard Burton), pero toda ilusión de cercanía se liquidó con su ascensión al trono de Cleopatra. Taylor logró echarse al hombre ese fracaso fascinante y monumental, pero después de eso ya nada fue igual. ¿Cómo podía serlo? Ni sus romances, ni el culto a su doble corrida de pestañas, su vida de superestrella ni -por supuesto- sus películas podían compararse: a partir de ahí, cada nueva aparición fue medida en relación con su corona de reina egipcia e inevitablemente el rostro fue haciéndose más grande que los filmes, en una espiral que acabó por mandar al diablo casi todo, incluyendo la carrera de Burton, quien de gran promesa británica acabó convertido en alcohólico y "esposo de".
El único capaz de comprender a fondo esa sensación de estancamiento e inmovilidad sería George Cukor, quien en el 76 recurriría a Liz para encarnar el triple papel de madre, hada y bruja en la impar adaptación de "El pájaro azul". Si Taylor había optado por convertirse en una "aparición", lo mejor que se podía hacer era tratarla como tal. Por entonces, de la actriz quedaba poco y nada: ser ella misma se había convertido en una ocupación de tiempo completo. Y tal vez por eso esta avalancha de homenajes: Taylor quizás no sea, como tantos declaman estos días, el "último" de los mitos de la era clásica, pero no hay duda de que fue el prototipo original de un nuevo tipo de estrella, una cuya existencia fuera de la pantalla es decididamente más intensa que la que vida que lleva dentro. Una que está obligada a lucir indeleble, tanto en el filme como en la alfombra roja o en el interior de su mansión. El costo de ello puede llegar a ser feroz, si no observen lo que ocurre de un tiempo a esta parte con Tom Cruise.
Es por eso que no extraña la curiosa simbiosis generada a partir de los 80 entre Liz y Michael Jackson. Aplastado bajo la sombra de Thriller y otros logros elefantiásicos, el rey del pop no tenía más que mirar esos ojos violeta para comprender de inmediato que ella y él brillaban de la misma forma, cargaban la misma leyenda y sufrían del mismo mal.

La otra Liz



La Taylor que uno suele frecuentar -sea por DVD o a la pasada en canales como TCM- es casi siempre la misma. La de las adaptaciones de Tennessee Williams ("La gata sobre el tejado de zinc", "El largo y ardiente verano"), los delirios imperiales de "Cleopatra" y "Gigante", los grandes melodramas ("Raintree county" y "A place in the sun") o su tormentosa filmografía junto a Richard Burton ("¿Quién le teme a Virginia Woolf?" y "La fierecilla domada", entre una media docena de títulos).

Eso es el mito. Pero ¿qué hay de la otra Liz, la joven que Hollywood transformó a la fuerza en el epítome de una buena chica americana? ¿Hay huellas en sus películas que permitan rastrear a esa persona? Uno podría partir por "El padre de la novia" (1950), donde Liz se sometía con algo de resignación a una MGM que se sentía en el deber de retratar a las enérgicas jovencitas que emergían tras la posguerra. Una década y media más tarde, esa imagen yacía en ruinas con su retrato de Leonora Penderton, la amarga esposa de Marlon Brando en "Reflejos en un ojo dorado" (1967), de John Huston. ¿Era la decepción acumulada en los años junto a Burton o simplemente la carga acumulada en los años de madurez? Para 1977, esa implacable porfía se había sacudido hasta los cimientos: basta ver a Taylor en "A little night music" (1977), la adaptación fílmica del drama musical de Stephen Sondheim, para notar cuán ajena se siente en la piel de la señora Armfeldt. El papel -que tiene a su cargo la inolvidable canción "Send in the clowns"- exige una sabiduría y un nivel de autocomprensión que Liz simplemente ya no tiene.

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